61. el-prevoste,
¿Qué hace él, Clarice? ¿Qué es lo primero, lo primordial, qué hace? ¿Qué necesidad satisface matando? Codicia. ¿Y cómo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada dÃa.
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¿Qué hace él, Clarice? ¿Qué es lo primero, lo primordial, qué hace? ¿Qué necesidad satisface matando? Codicia. ¿Y cómo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada dÃa.
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El instante eterno contiene todas
Todas la posibilidades posibles
Y no lo creemos porque no son visibles
Si no veo, a mi no me jodas
Es como el vacÃo que deja
Una vida muy ocupada
Por eso no vemos que la cagada
Está en escoger la vida pendeja
Por eso, lo que en la vida nos afecta
Hay que saberlo escoger
No siempre lo que se puede ver
Es la posibilidad correcta.
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¿Libro? ¿Autor? ¿O es sólo una reflexión de Twitter y ya?
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Si es un libro publicado, como que no le fue bien con esa falta de puntuación, errores de ortografÃa y de tipeo.
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Última edición por dhegwork-adakly, 08.10.2024 08:31:53
«He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayorÃa todavÃa no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de dÃa. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.
Quizá hayas oÃdo hablar de mû.
El nombre del viento — Patrick Rothfus.
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Lo llamaban cariñosamente Gael, un diminutivo de Gabriel, el nombre de su abuelo, que se habÃa quedado en Cuba cuando, hacÃa un año, sus padres emigraron a España debido a la turbulencia polÃtica de su paÃs, inmerso en huelgas y movimientos en contra del gobierno que habÃan provocado la huida del presidente. Temerosos, quisieron educar a su hijo lejos de todo aquello, sin saber que en el destino escogido se avecinaba también algo espantoso. Gael era apenas un muchacho cuando le conocÃ, aunque su apariencia era mucho más madura. Se le marcaban los músculos debajo de la ropa y su espalda, ancha, era más propia de un joven que de un adolescente. Estaba bien alimentado. Ese fÃsico recio se perderÃa durante la guerra. TenÃa unos ojos tan grandes como las heridas que el frÃo causaba en mis manos, aunque su mirada era mucho más acogedora. Era el muchacho más listo de la clase, sin duda, aunque también el más rebelde. Fue la primera persona de aquel lugar que me miró como si me conociera y me hizo sentir, de algún modo, que de nuevo habÃa hueco para mà en esa ciudad. Su voz, impregnada de la calidez de la tierra en que nació, me acariciaba cada vez que la oÃa sin que yo pudiera evitar sentirme asÃ, rozada por una caricia invisible. Se prendó de mà nada más verme, eso me confesó con el tiempo. Tu abuelo era asÃ, obstinado y entusiasta. Se movÃa por pasiones y emociones, y nadie era capaz de detenerlo. Mucho menos de derrotarlo. Justamente eso fue lo que me enamoró de él: la manera en que él se enamoró de mÃ. Elvira sastre, dÃas sin ti.
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«—¿Qué cuento me vas a contar hoy? —le pregunta su hermana mientras se acurruca junto a su pecho.
—El del niño al que nadie querÃa —le contesta mientras le tiemblan los ojos. Piensa que, con la luz apagada, ella no notará las lágrimas.
—¿Nadie lo querÃa? —No, Luna, nadie lo querÃa… Y llega ese momento en que la torre se tambalea, cuando uno ya sabe que no va a hacer falta ni siquiera el viento para tirarla porque va a caer sola.
—Pero yo sà que lo querrÃa, seguro que sà que lo quieren… —Tú sÃ, Luna, tú sÃ… —¿Cómo se puede no querer a alguien? —pregunta una niña desde esa edad en la que aún sobrevive la inocencia.
Silencio. —Luna, ¿sabes que te quiero mucho? —le dice mientras la aprieta entre sus brazos.
—Yo también, yo también te quiero mucho, muchÃsimo, supermuchÃsimo —le contesta ella colocándose poco a poco en posición fetal.
—Te querré siempre, Luna, siempre, eres lo más bonito que me ha pasado en la vida, ojalá la vida fuera esto, ojalá la vida fueras tú —le dice el chico mientras hunde su cabeza entre los pequeños brazos de su hermana.
—¿Por qué lloras? —le pregunta ella. —Porque igual algún dÃa ya no estoy aquÃ, contigo. —Pero yo no quiero que te vayas, yo quiero que estés siempre conmigo… —le susurra en esa lucha contra el sueño que poco a poco comienza a perder.
—Ya lo sé, no te preocupes, siempre estaré contigo, siempre voy a quererte…
—Yo no quiero que te vayas, yo no quiero que… —Y por fin la niña cierra los ojos sin soltarle el dedo a su hermano. Duerme.
—Pero si no sirvo para nada —le susurra—, solo soy un estorbo, todo el mundo se rÃe de mÃ, no entiendo para qué he...
Y la abraza. Y asÃ, juntos, rostro contra rostro, desaparecen. Ella sintiéndose feliz, segura, querida. Él sintiéndose nada».
Invisible, Eloy Moreno.
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Las dos duralginas le pesaban en el estómago como una culpa. El Conde las habÃa tragado con una taza gigantesca de café solitario, después de comprobar que los restos de la última leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en el closet habÃa descubierto que aún le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votó por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogió hasta la altura del codo. El blue-jean, que habÃa ido a parar debajo de la cama, apenas tenÃa quince dÃas de combate después de la última lavada y podÃa resistir otros quince, veinte dÃas más. Se acomodó la pistola contra el fajÃn del pantalón y notó que habÃa bajado de peso, aunque decidió no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, qué carajos. Además, salvo el ardor en el estómago todo estaba bien: apenas tenÃa ojeras, su calvicie incipiente no parecÃa ser de las más corrosivas, su hÃgado seguÃa demostrando valentÃa y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contó con los dedos. Salió al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canción de amor.
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor, la eternidad,
pero allá tal como aquÃ...
Entró en la Central a las ocho y cuarto, saludó a varios compañeros, leyó con envidia en la tablilla del vestÃbulo la nueva resolución de 1989 sobre la jubilación y, fumando el quinto cigarro del dÃa, esperó el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavÃa un nuevo caso: querÃa dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los últimos dÃas habÃa sentido otra vez deseos de escribir. Releyó un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, habÃa escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envÃan a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Tamara, unos meses atrás, le habÃa despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creÃa desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdrÃa la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre.
Vientos de cuaresma, Leonardo padura
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«Y allà llora un cuerpo sobre el que ya no caben más castigos. Lleva ya demasiado tiempo rodeando precipicios, haciendo lo imposible por aguantar el equilibrio en un mundo repleto de enemigos, con los pies cada vez más lejos del suelo… con los pies cada vez más cerca del abismo».
Invisible, Eloy Moreno.
«De repente el cielo nocturno brilló más claro que la luz del dÃa. Cuando Nick se volvió, vio una enorme bola de fuego más o menos del tamaño de una lavadora, que iba volando hacia ellos. Nick arrancó el guante de la mano de su hermano, lo lanzó al aire y se arrojó junto con su hermano en una de las zanjas para quitarse de en medio.
Con el estruendo de un tren de alta velocidad presionando en ellos, el enorme meteorito golpeó el guante y siguió avanzando, haciendo vibrar la tierra a su alrededor.
Cuando el trueno se apagó y Nick levantó la mirada, vio una zanja de al menos tres metros de profundidad. HabÃa abierto un enorme agujero en la valla del jardÃn derecho, y derribado varios árboles. PodÃa ver el furioso trozo estelar tendido al final de la zanja, blanco candente, tornándose rojo al enfriarse. El guante habÃa protegido de algún modo a su hermano de los anteriores meteoritos, pero Nick dudaba que le hubiera salvado de aquel.
Y allÃ, tendido en la zanja con él, con los ojos fuertemente cerrados, Danny murmuraba:
—Quiero que vuelva mamá, quiero que vuelva mamá. Y aquel deseo contaba con un campo lleno de estrellas fugaces para respaldar la voluntad de su corazón».
El desván de Tesla, Neal Shusterman & Eric Elfman.
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Esta antologÃa presenta a Flórez en toda su amplitud y
demuestra que el poeta que tanto caló en la sensibilidad hispánica hace un siglo, aún puede hacerlo. No sé si leyéndolo oiremos pasillos, bambucos, boleros y valses, o si ya lo leeremos en
silencio y con otro arrobo. Creo haberlo leÃdo de forma más
callada, sin que por eso se me escapara su música, sin que por
ello dejara de captar el hechizo que ejerce la sonoridad de sus
versos. «Vedla: es ritmo / y es donaire. / Sus desnudos pies se
agitan y parece / que también tuviesen alas / como el aire».Frondas lÃricas Julio Flórez
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¿Cómo es posible que el mundo sea más simple para mà que para ti, que sólo has habitado en él por dos décadas? La finitud de tu existencia humana deberÃa hacerte entender qué es lo importante, lo trascendente.
Gothic Doll, Lorena Amkie.
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Última edición por Maeve, 15.12.2024 06:04:51
Esa noche (la del 25 al 26) hicimos una marcha semicircular, rodeando la ciudad, hasta llegar al punto del arroyo Manantiales, de que hicimos mención al principio de estas apuntaciones. Las horas que duró la marcha, fueron para mÃ, de un acervo tormento, producido por la falta de sueño y la imposibilidad de entregarme á él. La necesidad de dormir que sentÃa, era tan urgente, que ningún esfuerzo bastaba á resistirla, y á cada instante me veÃa expuesto á caer del caballo y ser quizá pisoteado, después de sufrir un buen golpe. Además de eso, abandonaba las riendas, y el caballo me llevaba arbitrariamente, á veces dirigiéndose al campo, y otras dando trompicones á otros caballos y á los caballeros. El general Belgrano marchaba á la cabeza, y yo estaba provisionalmente adjunto á su comitiva; muchas veces me sucedió recordarme á su lado, después
que mi caballo habÃa dado un empellón al suyo. Sin duda
conoció mi estado, y tuvo la consideración de prudenciar
mis involuntarios ataques; lo mismo me sucedió con otros ,
jefes y no jefes, que tuvieron igual consideración. Cuando
llegamos á los Manantiales, y se permitió apearse y descansar un rato, yo apenas pude tomar el pellón de mi montura, y caà como un muerto. Estoy seguro, que se hubieran disparado cañonazos, y me hubieran acaso muerto, sin que volviese en mÃ. Solo es después, que he aprendido á dormir á caballo, sin dejar de marchar: todo lo consigue la necesidad y la costumbre.
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—Lo siento, pero no me gustan las chicas malas —manifestó Julian Peterson, un joven pelirrojo de diecisiete años, rechazando una nueva confesión amorosa de una compañera del instituto, sin que sus palabras fueran del todo ciertas, ya que lo que no le gustaba realmente era que las mujeres que hacÃan sufrir a su hermano gemelo, Jordan, se acercaran a él—. Me gustan las chicas dulces, simpáticas y amables con todos, que sean un poco tÃmidas y a las que les encante que las proteja —declaró a continuación, casi atragantándose con esas palabras, ya que esos no eran sus gustos en absoluto, aunque sà los de su gemelo. Un gemelo junto al que habÃa ideado una estrategia desde pequeños para parecer completamente iguales y compenetrarse de tal manera que pudieran ser confundidos por todos, incluidos los enemigos a los que se enfrentarÃan en el futuro, cuando tanto Julian como Jordan se dedicaran a completar difÃciles misiones en el campo de la protección y el rescate, como su padre.
La maravillosa estrategia que Julian inició en su niñez, y que ahora veÃa como algo bastante estúpido, consistÃa en que tanto Jordan como él mostraran los mismos gustos y preferencias ante todos y en cualquier cuestión, asà que cada uno eligió las preferencias de una lista que habÃan elaborado conjuntamente. Julian habÃa llevado la voz cantante en la mayorÃa de las elecciones, saliéndose con la suya, pero, para su desgracia, su gemelo habÃa comenzado a interesarse por las chicas antes que él, y se plantó en esa cuestión realizando él la elección del tipo de chicas que deberÃan gustarles a ambos, poniéndoselo asà bastante difÃcil a Julian.
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—¿Se tomó su tiempo, verdad, Graff? El viaje no es corto, pero tres meses de vacaciones parecen excesivos.
—Prefiero eso a entregar mercancÃa deteriorada.
—Algunas personas no saben lo que es la urgencia. Al fin y al cabo, sólo está en juego el destino del mundo. No me haga caso. Debe comprender nuestra ansiedad. Estamos aquÃ, ante el ansible, recibiendo constantemente informes sobre el avance de nuestras astronaves. La guerra puede estallar cualquier dÃa. Si a esto le llamamos dÃas. Ese chico es tan pequeño.
—Pero tiene grandeza. Grandeza es espÃritu.
—Instinto criminal también, espero.
—SÃ.
—Hemos planificado un curso de estudios hecho a su medida. Supeditado a su aprobación, por supuesto.
—Le echaré un vistazo. No tengo la pretensión de conocer el asunto central, almirante Chamrajnagar. Sólo estoy aquà porque conozco a Ender. No tenga miedo, no voy a discutir el contenido del temario. Sólo el ritmo.
—¿Cuánto podemos decirle?
—No le haga perder el tiempo con la fÃsica de los viajes interestelares.
—¿Y respecto al ansible?
—Ya le he explicado eso y lo de las flotas. Le he dicho que llegarÃan a su destino dentro de cinco años.
—No ha dejado mucho para nosotros.
—ExplÃquele los sistemas de armamento. Tiene que conocerlos lo suficiente para tomar decisiones inteligentes.
—Vaya, nosotros también podemos ser útiles, después de todo, ¡qué amabilidad! Hemos asignado uno de los cinco simuladores para su uso exclusivo.
—¿Y los otros?
—¿Los otros simuladores?
—Los otros chicos.
—A usted se le ha traÃdo aquà a cuidar de Ender Wiggin.
—Simple curiosidad. No olvide que, en un momento u otro, todos fueron alumnos mÃos.
—Y ahora son mÃos. Están siendo introducidos en los misterios de la flota, coronel Graff, a los que usted, como soldado, nunca ha sido introducido.
—Habla cómo si se tratara de un sacerdocio.
—Y un dios. Y una religión. Incluso los que mandamos a través del ansible, conocemos la majestuosidad de volar entre las estrellas. Veo que mi misticismo le parece desagradable. Le aseguro que su desagrado sólo revela su ignorancia, Ender Wiggin conocerá también, y muy pronto, lo que yo conozco; bailará de estrella en estrella la grácil danza del fantasma, y la grandeza que haya en él será liberada, revelada y exhibida delante del universo para que todos la vean. Usted tiene el alma de piedra, coronel Graff, pero yo canto a las piedras con la misma facilidad que a otros cantores. Puede ir a sus alojamientos e instálese.
—No tengo nada que instalar excepto la ropa que llevo puesta.
—¿No posee nada?
—Guardan mi salario en una cuenta de algún lugar de la Tierra. No lo he necesitado nunca. Excepto para comprar ropa de paisano en mis… vacaciones.
—Un antimaterialista. Y sin embargo, está desagradablemente gordo. ¿Un asceta glotón? ¡Qué contradicción!
—Cuando estoy tenso, como; mientras que usted, cuando está tenso, evacua residuos sólidos.
—Usted me gusta, coronel Graff. Creo que nos llevaremos bien.
—Eso me trae sin cuidado, almirante Chamrajnagar. He venido aquà por Ender. Y ninguno de los dos ha venido por usted.
el Juego de Ender.
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No sé si se puede perguntar acá. Pido disculpas si no.
Woss, ¿De qué libro se trata el último fragmento que publicaste?
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Desde que se abrió al público hace ya dos años el Empire State, el firmamento surcado por los rascacielos de Manhattan se ha convertido en el emblema de la capital del mundo, la ciudad de Nueva York. En la actualidad, a pesar de que la Gran depresión aflige más que nunca al pueblo, que forma grandes colas ante las cocinas de la beneficencia, el poder financiero sigue residiendo en Nueva York, y su deslumbrante vida nocturna atrae a la gente más ambiciosa y pudiente de Estados Unidos.
La niebla del rÃo rodea las torres de Manhattan esta madrugada, y las corrientes de aire que emiten las calderas de los edificios circulan como los sueños por la noche. Quedan miles de rascacielos por construir, miles de fortunas por hacer, miles de homenajes por celebrar, miles de horrores que sondear. Lentamente comienzan a circular los vagones del metro por los pasos elevados, pues han resucitado una vez más. Un dÃa nuevo amanece, la ciudad sonrÃe mientras espera el trozo de vida que le vas a regalar. Deberás hacerlo rápido, hay mucha gente detrás de ti. más hallá de las montañas de la locura, chaosium inc
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Misión seducir a la chica mala - Silvia Garcia Ruiz.
disculpen jaja
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A primera vista, la llave y la cerradura en la que encaja pueden parecer muy distintas —dijo Sazed—. Diferentes en su forma, diferentes en su función, diferentes en su diseño. El hombre que las mira sin conocer su verdadera naturaleza puede pensar que son opuestas, pues una sirve para abrir y la otra para mantener cerrado. Sin embargo, examinándolas con atención, se ve que sin una la otra no sirve para nada. El hombre sabio ve que la cerradura y la llave fueron creadas para el mismo propósito.
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Diez consejos para operaciones exitosas
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—SÃ, sigue siendo amor cuando termina. Claro que sÃ. Todo viaje de ida tiene una vuelta, todos los abrazos terminan despegándose, los aviones aterrizan, los frigorÃficos se vacÃan, no sé…, las canciones acaban, y no por ello dejan de ser lo que son. ¿No te das cuenta de que hay amor por todas partes? En el niño que se declara a una niña que se rÃe, en el viudo que guarda con mimo una foto de su mujer, en la primera vez que le rompen el corazón a una chica de dieciséis años, en el dolor de un divorcio… En todo eso sigue habiendo amor, porque el amor no termina, aunque una historia sà lo haga. De eso se trata: no de esquivar esos agujeros, sino de saber dónde se encuentran y seguir tu camino sin miedo a caer en ellos, es decir, aprender a vivir con los finales sin renunciar a otros principios —añadÃ.
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Arjuna es rápidamente rodeado por Maharathas, todos armados con
devastras.
Lo hieren con un torrente de flechas, como nubes que azotan con lluvia la cresta de una
montaña. Arjuna corta hasta la última flecha en vuelo, y
luego invoca un arma inexorable contra los toros Kuru, el Sammohana
que recibió de Indra, un astra del sueño.
Cubriendo todos los puntos cardinales del cielo con sus flechas de
plumas magnÃficas, el gran Pandava tira violentamente de la cuerda de su arco, aturdiendo a sus
enemigos. Partha toma su Devadatta con ambas manos y lo sopla con
tal fuerza que el sonido llena los cielos y resuena en los rincones más lejanos de la Tierra. Los héroes Kuru están estupefactos y quedan embelesados ​​por el
encantamiento del Sammohana, todavÃa sosteniendo sus arcos, que cuelgan
flácidamente de manos inertes.
El mahabharata, traducido del inglés por Google translator
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El enamoramiento no es eso que dices. Estar enamorado es como volver a ser un niño: crees que todo es posible y no te preguntas ni te cuestionas nada. Te dicen que el cielo se nubla porque está enfermo y te imaginas un hospital de nubes, o te cuentan que los terremotos suceden porque nuestro planeta está luchando contra otro y eres capaz de imaginar la batalla. —Re×. No existe la duda y no hay diferencia entre la realidad y los sueños. Estar enamorado es creer, por encima de todo, que estar enamorado es posible. Por eso uno sabe cuándo lo está. Por eso no duda y lo da todo.
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–Algunas veces los nativos robaban diamantes. Los envolvÃan en hojas y se los metÃan en el recto. Si lograban salir del Gran agujero sin ser descubiertos, corrÃan. ¿Y sabe lo que les hacÃan los ingleses si los pescaban antes de que llegasen al Oranjerivier y se adentrasen en el paÃs de los bóers?
–Los mataban, supongo -dijo con los ojos cerrados.
–Qué va. Eso hubiese sido como tirar un coche caro sólo porque se le ha roto un muelle. Si los pescaban, se aseguraban de que pudiesen continuar trabajando; pero también se aseguraban de que no volviesen a correr nunca más. La operación se llamaba hacer cojos, Paul, y eso es lo que voy a hacerle a usted. Por mi propia seguridad…, y también por la suya. Créame, usted necesita que le protejan de si mismo. Recuerde, sólo un poco de dolor y habré terminado. Trate de pensar en eso.
Un terror tan afilado como un golpe de aire lleno de navajas voló a través de la droga y Paul abrió los ojos. Ella se habÃa levantado y empezaba a bajar las sábanas, exponiendo sus piernas torcidas y sus pies desnudos.
–No -le dijo-, No…, Annie… ¿Por qué no discutimos lo que tiene en mente, sea lo que sea…? Por favor…
Se inclinó. Cuando volvió a erguirse tenÃa un hacha en una mano y en la otra un soplete de propano. El hacha era la misma que estaba enterrada en el bloque de madera del cobertizo. Su filo brillaba, En un lado del soplete de propano se leÃa "Bernz-OmatiC". Volvió a inclinarse y esa vez salió con una botella oscura y una caja de cerillas. En la botella habÃa una etiqueta; en la etiqueta, la palabra "Betadine".
Nunca olvidó esas cosas, esas palabras, esos nombres.
–¡Annie, no! – gritó-. ¡Annie, me quedaré aquÃ! ¡Ni siquiera saldré de la cama! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, por favor, no me corte!
–Saldrá bien -le dijo, y su cara tenia ahora esa apariencia plana y desconectada de un gran vacÃo. Antes de que a él se le consumiese la mente por completo en un incendio de pánico, comprendió que cuando aquello hubiese terminado ella apenas recordarÃa lo que habÃa hecho, al igual que apenas recordaba haber matado a los niños, a los viejos, a los pacientes desahuciados y a Andrew Pomeroy. Después de todo, era la misma mujer que minutos atrás le habÃa dicho que llevaba diez años de enfermera, aunque se habÃa graduado en 1966.
Mató a Pomeroy con esa misma hacha. Lo se.
Siguió chillando y suplicando; pero las palabras se le habÃan convertido en un balbuceo inarticulado. Trató de darse la vuelta, de apartarse de ella, y sus piernas gritaron. Trató de echarlas hacia arriba, para hacerlas menos vulnerables, y que no fuesen un blanco tan fácil, y su rodilla chilló.
–Sólo un minuto más, Paul -le dijo; destapó el "Betadine" y le echó una porquerÃa de color marrón rojizo sobre el tobillo izquierdo-. Sólo un minuto más y ya habrá pasado todo.
Misery, Stephen King
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Sé que a nadie le importa lo que escribo. Que a nadie le importa lo que me pasa. Soy nadie, soy nada. Toda mi nada es un ojo que Lo ve. Un corazón que Late por él. Una historia de dolor y de amor y de lluvia que nunca deja de caer, porque yo nacà para ser el charco que le moja a los demás los zapatos, el fondo del callejón en el que se esconden las ratas. Soy el polvo que te hace estornudar, pero que es feliz de estar dentro de ti aunque sea por un segundo. Soy tu cucaracha, a la que le pones una correa para sacarla a pasear. A la que has pisado cien veces y que sigue moviendo las patitas aunque ya no tenga nada dentro, porque sus vÃsceras quedaron en la suela de tu
zapato. Soy el amor más sucio que te ha amado.
Las catrinas, Lorena Amkie.
«La verdad». La verdad nos va a salvar a todos, nos va a dejar soltar el aire, vivir en Libertad y ser felices. La verdad
es quitarse las máscaras y sentir el sol, la Uluvia y las miradas de los demás sobre La piel. La verdad es decir,
hacer, ser fuera de La cueva, donde vuelan las mariposas y Crece el pasto. Por eso la gente se confiesa en La iglesia:
para abrir sus corazones/corazas y que salgan volando de ahà los murciélagos que se balanceaban en las ramas podridas y que se comÃan las moscas. Pero las mentiras pueden estar vivas. Las mentiras pueden ser Suaves y acolchonadas. Las cuevas pueden amueblarse y decorarse para que uno se oculte como un oso dormido hasta que pasen todos Los inviernos y todas las primaveras, hasta que el oso sea ya un tapete sin nada adentro y caliente la sala de alguien más, muertamente.
Mi verdad es más fea que cualquier máscara de DÃa de Muertos. Tengo que cerrar mi corazón/coraza y echar la llave
al escusado más profundo para que acabe en el negro mar.
Hay algo que sólo yo sé: que la verdad es peligrosa.
Que Las máscaras son buenas. Que hay confesiones que no deben hacerse nunca.
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Última edición por Maeve, jueves 17:12
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y habÃa luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocà malvivÃa en Madrid, alquilándose por cuatro maravedÃes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachÃn por cuenta de otros que no tenÃan la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquÃ, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida habÃa que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. TenÃa mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaÃna, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaÃna, solÃa decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venÃa por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. SÃ. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.
El capitán Alatriste, por lo tanto, vivÃa de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venÃa de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del Rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto rÃo helado, imagÃnense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendÃan proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allÃ, en la orilla de un rÃo, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del Rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mÃa. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frÃo enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allà abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue un dÃa largo y muy duro. Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la jornada habÃa mandado la tropa —al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda—, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. Capitán por un dÃa, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el rÃo a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.
En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich —por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sà está allÃ, tras el caballo—, le juró ocuparse de mà cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo que venÃa a Madrid. Asà fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.
"El Capitán Alatriste"
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Última edición por JairoGames, sábado 12:54
¿Y Gregorio? Durante los primeros tiempos del cortejo, Gregorio se luce a menudo en hazañas galantes: por ejemplo, emulando al ilustre modelo literario, se quita la chaqueta y nos la echa sobre los hombros cuando hace mucho frÃo, para, al cabo de un par de años de convivencia, lanzarnos directo a las cervicales el chorro del aire acondicionado a una temperatura que dejarÃa fuera de combate a una foca en el Polo Norte. Digamos que la protección a lo Grey no es precisamente la especialidad de Gregorio. Si me permitÃs una anécdota personal, recuerdo (con amor e inmensas carcajadas) una vez, hace tiempo, que me encontraba en el suelo, vÃctima de un pequeño desmayo por hipotensión. Estaba pálida y tenÃa sudores frÃos. Mi Gregorio entró en la habitación, me cogió la mano y, como sólo un auténtico Mr. Grey sabe hacer, me tranquilizó diciéndome: «Uy, tienes las manos tan frÃas como mi abuela cuando se murió».
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El humo es azul y huele como la primavera: fresco y penetrante. De la boca a los pulmones, de los pulmones al cerebro se mueve el humo con su evanescencia vaporosa y amanece detrás de los ojos: un brillo de dÃa nuevo se descubre en cada cosa, con una percepción preferenciada y sensible que revela aristas de una lucidez esmaltada que antes no se advirtieron. El mundo, todo el mundo, es más amplio y más cercano, tan brillante, mientras el humo vuela, convirtiéndose en respiración perdida en cada célula de la sangre y en cada neurona desvelada y puesta en máxima alerta. Linda es la vida, ¿no?, linda la gente, grandes las manos, poderosos los brazos, enorme el rabo. Gracias al humo.
Entre las cosas que descubrió Cristóbal Colón sin imaginarse que las habÃa descubierto estaba esta marihuana. Aquellos indios «con tizones en la boca» tenÃan caras demasiado felices para ser simples fumadores de tabaco al borde del enfisema. Hierbas secas, hojas oscuras, humo azul que hacÃan posible confundir al desconsolado y triste Colón con un dios rosado venido de algún misterio perdido en la memoria mÃtica de los indios. Un buen areÃto con marihuana. Pero demasiado fatal aquella hierba cuando se descubre al fin que Colón no es Dios, ni uno su espÃritu elegido.
Pero fumarla es un placer, es flotar, sobre la espuma de los dÃas y de las horas, sabiendo que todo el poder nos ha sido dado: el de crear y el de creer, el de ser y estar donde nadie puede ser ni estar, mientras la imaginación vuela azul como el humo y respirar es fácil, mirar es una fiesta, oÃr un privilegio superior.
Pobre Lázaro: como un indio irá a la hoguera, sin humo azul ni luces de amanecer, y ya condenado al primer recinto del séptimo cÃrculo infernal, a seguir ardiendo eternamente con todos los violentos contra el prójimo.
Entró en la antesala de la dirección y la sonrisa de Maruchi lo sorprendió. La secretaria del mayor le hizo un gesto, espérate, espérate ahÃ, para que se detuviera, y en puntas de pie abandonó su sitio, tras el buró, y se acercó al Conde.
—Pero ¿qué te pasa, hija mÃa?
—Habla bajito, chico —le exigió, pidiéndole también con las manos que bajara el volumen y le susurró—. Oye, está ahà con Cicerón y con el gordo Contreras y me llamó para que les diera café. ¿Y tú sabes de quién estaban hablando cuando entré?
—De un cadáver.
—De ti, chico.
—De un cadáver —le confirmó el teniente.
—No seas bobo. Estaba diciéndole al Gordo y a Cicerón que tú los habÃas puesto a ellos dos en la pista de dos casos importantes. Que si se habÃan descubierto era gracias a ti. ¿Qué te parece?
El Conde trató de sonreÃr, pero no pudo.
—Hermoso —dijo.
—Bah, estás más pesado... —dijo ella, recuperando el tono de su voz.
—Dile que estoy aquÃ, anda.
La jefa de despacho regresó al buró y oprimió la tecla roja del intercomunicador. Una voz de lata dijo «¿S�», y ella lo anunció:
—Mayor, aquà el teniente Conde.
—Dile que venga —respondió la voz metálica.
—Maruchi, gracias por la noticia —dijo el Conde y acarició el pelo de la secretaria. Ella sonrió, con una sonrisa halagada que sorprendió al Conde. ¿De verdad le caeré bien a esta pepilla? Se acercó al cristal de la puerta y tocó con los nudillos.
—Dale, entra, no te extremes —dijo la voz del mayor, y el Conde abrió la puerta.
El Viejo, con su uniforme y sus condecoraciones oficiales, estaba tras el buró como si fuera a despedir otro duelo —el mÃo, pensó el teniente— y, frente a él, se ubicaban los dolientes: los capitanes Contreras y Cicerón.
—Estás bien acompañado —dijo para aliviar la tensión, y vio sonreÃr al Gordo Contreras, que se puso de pie, haciendo un esfuerzo de venas que se hinchan para levantar de un golpe todo el peso de sus trescientas libras.
—¿Cómo estás, Conde? —Y le tendió la mano. Me cago en ti, pensó el teniente y dejó caer su pobre mano en la de Contreras, que sonrió un poco más cuando descargó toda su presión sobre los dedos indefendibles del Conde.
—Bien, capitán.
—Bueno, siéntense —ordenó el jefe—. A ver, Conde, ¿qué hubo con tu caso?
El Conde ocupó el sofá que estaba a la derecha del mayor. A su lado colocó el sobre que habÃa traÃdo y lo tocó antes de responder.
—Aquà está todo. Le traje las grabaciones por si quiere oÃrlas. Y mañana entregamos el informe para fiscalÃa.
—Bueno, pero ¿qué pasó, viejo?
—Lázaro San Juan, como pensábamos. Se confirmó lo de la fiesta, con dos amigos más, tomaron ron, fumaron marihuana y hubo una discusión con ella cuando Lázaro le pidió los exámenes de fÃsica y matemáticas. El problema es que Lázaro vendÃa a cinco pesos la respuesta de los exámenes. Un buen negocio, porque habÃa pruebas de hasta diez preguntas y una clientela fiel y selecta.
—No ironices —lo cortó el mayor.
—No estoy ironizando nada.
—Sà que lo estás haciendo.
—Te juro que no, Viejo.
—Ya te dije que no me jures nada.
—Pues no te lo juro.
—Oye, ¿vas a seguir con el informe o no?
—Voy a seguir —suspiró el Conde, pero todavÃa se demoró dándole fuego a un cigarro—. Ya sigo: ella los botó de la casa, parece que la borrachera le dio por eso, pero Lázaro regresó cuando sus amigos cogieron la guagua. Ella le abrió, se reconciliaron y se acostaron y él encendió otro cigarro de marihuana que llevaba. Lo fumaron entre los dos, pero ella siempre lo hizo de la mano de él, por eso no tenÃa restos de la droga en los dedos. Y entonces él le volvió a pedir los exámenes. Se habÃa enviciado, el cabrón. Ella se encabronó otra vez e intentó botarlo de nuevo y dice él que lo golpeó en la cara y que entonces no se pudo contener y le fue para arriba, empezó a darle golpes y que cuando se dio cuenta ya la habÃa ahogado. Dice que no sabe cómo fue que lo hizo. A veces esas cosas pasan, y más con dos marihuanasos de esos entre pecho y espalda... Ahora está llorando. Le costó trabajo, pero está llorando. Me da lástima ese muchacho, hizo toda la confesión sin mirarnos. Me pidió pararse al lado de la ventana y habló todo el tiempo mirando para la calle. No es fácil lo que le espera. Aquà está todo —repitió y volvió a tocar el sobre, que sonó como un tambor de señales en medio del silencio.
—Bonita historia, ¿no? —preguntó el Viejo y se puso de pie—. Un muchacho de Pre y una profesora como protagonistas y un director, un mercader de motocicletas y un traficante de marihuana en los papeles secundarios; hay de todo, de todo: sexo, violencia, drogas, crÃmenes, alcohol, fraude, tráfico de divisas, favores sexuales bien retribuidos —dijo y su voz cambió repentinamente para agregar—. Da ganas de vomitar. Mañana mismo suelto tu informe para todas partes, Conde, para todas partes...
Y regresó a su asiento y al tabaco maltrecho con que lidiaba esa tarde. Era una breva triste y oscura, de ceniza renegrida y olor penetrante y ácido. Fumó dos veces, como si tomara una medicina amarga pero necesaria, y dijo:
—Acá Contreras y Cicerón me estaban informando de las otras conexiones del caso. El tal Pupy cantó tanto que por poco hay que darle golpes para que se calle. Subimos por él y llegamos hasta tres funcionarios de embajadas extranjeras, pasando por dos tipos de Cubalse, tres del INTUR, dos taxistas y no sé cuántos jineteros.
—Ocho para empezar —acotó Contreras y sonrió.
—Y lo de la marihuana es como una mecha que se sigue quemando y vamos a ver adonde llega. El guajiro del Escambray es una escenografÃa que parece de pelÃcula: le traÃan la droga para que la vendiera como suya a varios puntos como Lando. Ya tenemos a tres más. Y vamos a encontrar al hombre de Trinidad que se la llevaba al guajiro, y vamos a seguir, hasta que explote la bomba, porque hay que saber de dónde salió esa marihuana y cómo entró en Cuba, porque esta vez no me trago el cuento de que se la encontraron en la costa. Hasta que explote la bomba...
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