Buenas buenas. Sé que soy un asco. Terminé de escribir el relato que publicaba por acá, pero adivinen... ¿quién se olvidó de publicarlo acá? sí, lo saben xd.
Así que si quieren, digan y retomo la subida. Me da miedo que se haya olvidado medio mundo de él. Mientras, les dejo un relatito que escribí y es de los cortitos, que forma parte de un compendio de cuentos que estoy trabajando.
Sus opiniones son más que bienvenidas.
Saludos.
Ardores y Adicciones.
Para el momento en que salgo del agua, es de noche. El techo cristalizado que separa la piscina del resto del exterior, es el único que me da la bienvenida. Solo quedo yo, solo mi cuerpo agitado en metros y metros de agua que recorro, ahogando mis demonios como si pudiese llenarles la garganta, la boca y los ojos de agua hasta que puedan perderse en el interior. Hasta que se deshagan como mis pensamientos.
Una de las ventajas de que el administrador de este sitio, Gabriel Palacios, sea mi mejor amigo, es que esta piscina es un poco más mía que de los demás. Creo que conoce tan bien lo que arde en mí, lo que me palpita en las entrañas, que entiende cual es la única forma de que el fuego se me convierta en brazadas y patadas. Se queda en silencio, pero me da un asentimiento de cabeza y es lo que ocupo para saber que dejará dicho con los guardias de noche que yo permaneceré en el sitio un rato más. Aunque eso es un eufemismo.
—Si sabes que el dolor no se ahoga, ¿verdad? —me dice después de abrazarme antes de marchar. Gabriel estudia, trabaja, administra este lugar que es de su padre y tiene una vida social. ¿Cómo lo hace? A mí no me pregunten.
—Yo sé —le doy por respuesta siempre—. Y yo no lo ahogo. Solo lo canso. Nada conmigo hasta que ambos nos sentimos tan agotados como para que él se haga sentir y yo me permita sentirlo.
—Conmigo no t funciona la filosofía, Danilo. —Siempre, tras eso, sacude la cabeza. Me sonríe, sin embargo, y vuelve a abrazarme.
Todo duele un poco menos cuando estoy nadando. El agua me pone resistencia, y me inyecta de vida y adrenalina el saber que soy yo quien puede domarla. Quien rompe su superficie a patadas, que irrumpo en su calma como este hueco irrumpe en la mía. Desde que él no está, vuelvo a este sitio para verlo mientras nado. Me quedo sin aire, me arden los músculos, el cuello y la cabeza. Permanezco en blanco, en una suspensión maravillosa que me eleva. Y lo veo, y puedo soñar que él está aquí.
Frustrado por pensar de nuevo en lo que no debo, vuelvo al ataque. Renuncio a la tablilla de nado, quiero enfrentarme yo a cada gota de agua que hay en esta maldita piscina. Dejo caer el instrumento en la orilla, y el sonido al chocar contra la cerámica es lo único que rompe la calma de las instalaciones, un chasquido, un ruido seco del hule mojado contra la superficie sólida que igual está empapada.
Posiciono mis pies sobre el borde, impulso mi cuerpo hacia adelante y me empujo. A partir de ahí, todo es sumergirme, respirar y volver a nadar. Patada, brazada, patada brazada, inhalo y exhalo, patada, brazada, patada y brazada hasta que el agua me cubre la boca, las orejas y los pensamientos. Él vuelve a ser un espejismo, vuelvo a mirar su risa burlona y a escuchar su carcajada ronca, y pataleo más rápido.
El familiar ardor que se me extiende en el pecho me provoca una hipnotizante satisfacción. Nadar es como… como éxtasis. Como un orgasmo que te calla los sentidos y te activa los instintos. Es así, es sencillo, es delicioso y me prolonga cada espacio mientras no recuerde lo que anhelo borrar.
El agua es el mundo. Es mi existencia entera. El traje de nado se me adhiere a los músculos, una segunda piel recubierta de agua y látex que sofoca mi cuerpo. La piel que puedo quitarme y ponerme cuando quiera.
—¿Y si te dejas caer? ¿Si te dejas ir? ¿Quizás lo encuentres? —gritan mis pensamientos.
Nada pierdo con obedecerlos.
Me dejo caer, mi cuerpo laxo y el agua es todo lo que tengo alrededor. Solo puedo tocar, inhalar, saborear el agua a medida que dejo de patalear, y la gravedad me deja ir hasta que mi peso me gira sobre el eje. Vuelvo a luchar, a pelear por no ahogarme. La adrenalina y el dolor me queman la garganta, el cuerpo, pero no estoy pensando en él cuando giro y giro, buscando la salida al laberinto. Mi cuerpo solo va a la deriva, mis brazos y piernas luchando por tocar el aire y descansar por un solo segundo. Es así, cuando me rindo, me dejo flotar y el agua es quien me devuelve a mi propio cause. Respiro, el aire como agujas que perforan cada centímetro de mí. La luz, las estrellas, el techo de cristal, su sonrisa que se desvanece. Y estoy, otra vez, arriba, tan libre y tan apresado que ya no sé donde acaba mi libertad y donde empieza mi consciencia.
Vuelvo a ser yo, sobre el agua, y murmuro su nombre, al fin. El hechizo se rompe. Temo reconocer en el agua su sangre, en la orilla su risa y en el cielo sus ojos. Lo recuerdo a él. Y recuerdo que yo soy el principal motivo por el que ya no está aquí.
El último golpe que me dio, como el agua que me sostuvo y amenazo con ahogarme. Y mis gritos, mis patadas para salir a flote. El agua es mi vida, y mi asesina. Así como yo era su vida, y también fui su asesino.