Siempre recordaría que aquel chico se llamaba Nathan.
Sería imposible de olvidar.
Abrió los ojos, y se vio a sí mismo con los brazos extendidos y entre estos enredada una pila de sábanas. Sus piernas presentaban una condición similar, todavía cruzadas como si tuviera las de otra persona ahí. No estaba de resaca, la noche anterior no había bebido tanto como para olvidar hasta su nombre y lo que había ocurrido. Claro que recordaba. Claro que sabía. Y claro que esperó, de forma estúpida, que el chico le devolviese la mirada al despertar, como si no hubiese sentido durante la madrugada que este se marchaba.
Prefirió creer que era una idea suya, un reflejo de su subconsciente acostumbrado a la soledad y a los líos de una sola noche.
No fue así.
Nathan sí se marchó, y eso lo decepcionó, el golpe en su orgullo y sus sentimientos —porque sí los tenía— duro y seco. Él era quien siempre dejaba a sus parejas, quien siempre les veía dormir con la esperanza de hallarlo a su lado al caer la mañana.
La cucharada de su propia medicina no le gustó, decidió, sobre todo porque se sentía como si… diablos, como si al chico que había tenido gozando bajo su cuerpo apenas hacía unas horas, arañándole la espalda y susurrando incoherencias en su oído le importara poco lo ocurrido durante la noche. Ninguno podía fingir que las cosas no fueron como fueron, y eso molestó a Roberto por dos motivos: el primero, simple y sencillo, era que hacía tiempo no se interesaba por alguien a tal magnitud desde hacía un buen tiempo; el segundo, radicaba en que Nathan parecía ocultar algo que le incumbía y que Roberto tenía propuesto saber. No era idiota, claro, y no le fue desconocido el hecho de que el otro hombre llegara directo a él. No pensaba que fuese algún motivo relevante, algo que incumbiese a sus secretos o sus actividades más bien guardadas, pero le divertía creer que quizá el chiquillo aquel le había estado espiando y esperaba el momento para tener su noche especial. Le acariciaba el ego a niveles estratosféricos.
Él sabía su efecto.
Se convenció de que el motivo de Nathan para acercársele no había sido más que sexual, esa diversión deliciosa que ambos se habían proporcionado. Su computadora estaba como él la recordaba, apagada. Las claves seguían en su sitio, todo el cuarto se encontraba en perfecto orden salvo la cama.
—Me encantaría comprobar eso que alardeas —le provocó Nathan, el trago en su copa reluciendo bajo la luz del bar—. Estás guapo, sí, pero… ¿qué tan bueno puedes ser, Roberto Silvera? —Nathan le sonrió y bebió, sus labios se movían y se pegaban a la copa.
—Si estás aquí es porque te interesa comprobarlo —replicó Roberto, que no dejó de mirarlo.
—Por supuesto —Nathan convino.
—Entonces, dejemos que la noche decida si consigo o no convencerte —puntualizó, y se acercó. Mandó a la basura su política de esperar el primer paso y lo dio él, claro y rudo, saqueando la boca del otro hombre con la propiedad que él mismo le estaba concediendo.
Y él lo convenció.
Al menos, eso pensó.
Sus conquistas siempre le dejaban números de teléfono, e-mails, direcciones de oficinas o domicilios. Este chiquillo, no obstante, se… desapareció y eso dejó a Roberto confuso, molesto, curioso y excitado a partes iguales.
Ya no podría dormir, y lo sabía. Se alzaba un sábado ante él y tenía que aprovecharlo. Tenía que seguir investigando los asesinatos y todo lo ocurrido alrededor de Legebentía, tenía que seguir empeñado en saber más sobre ese sitio que se hacía llamar La Casa de los Villares Negros y sobre Red Star, todo lo que llevaba recopilado hacía meses tenía que seguir creciendo. Aunque él tenía algo que crecía también y por culpa de cierto chico escurridizo que ahora, lo mantenía intrigado.
Debía investigar. Debía saber más sobre el mentado Nathan. Debía tenerlo en sus manos, tanto literal como no literalmente hablando.
Las estadísticas en su computador arrojaban señales directas al centro de Legebentía, los protestantes contra la Casa Capital y las clases privilegiadas de las ciudades aledañas estaban siendo atacados y todo con un modus operandi desconocido hasta para él mismo, que siempre lo sabía todo. Roberto tuvo la certeza, en el fondo de su cabeza, de que todo ello tenía mayor importancia que un buen rollo de una noche, un polvo pasajero que se le olvidaría en unos días. Mas el nombre le repiqueteaba en la cabeza a medida que recogía su ropa, tenía su cama, se preparaba algo de desayunar y se daba una ducha. Cuando salió del piso para, justo, sus visitas casuales, llevaba claro que: primero, seguiría trabajando con el gobernador de Legebentía y el de Alardía solo para poder disponer de ambas informaciones; segundo, iría esa misma tarde a abordar a los cobradores deudores del club; tercero, se arreglaría la barba —que le gustaba pero le crecía rápido y, por cuarto y último, quizás de lo más importante, le hallaría la pista a Nathan. Nadie se le escapaba. Jamás.
Le sobraba trabajo, y él era excelente cumpliendo sus deberes.
Palabras: beso, pelota, jugadores