Hola, chicos. Soy Miguel Pacheco y, entre otras cosas, también me gusta escribir cuentos, siempre y cuando tenga en claro sobre lo que quiera escribir, aunque mayormente me gusta más escribir ficción más realista.
Después de varios días de tremenda indesidia, por fin hoy me animé a compartir una de mis humildes creaciones; no sé si esté a la altura de las que se han ido presentando en estos últimos mensajes, pero al menos estoy satisfecho con el resultado.
Para los que hayan leído alguno de mis relatos como La hermana del rebelde o El secreto navideño, tal vez ya conozcan mi forma de escribir, pero para los que no, espero que esto logre ser de su agrado.
¡Un saludo y espero que les guste!
El valor de tener amigos
Miguel Pacheco
Mi madre es una mujer con una cara de… (¿cómo se le dice?) alguien de pocos amigos. Siempre que llegaba de la escuela y le presentaba la noticia de que había conocido a algún chico o chica que en ese momento me parecía agradable, regresaba a lavar los platos, o a ver la televisión, o a hacer cualquier otra cosa que estuviera haciendo. No sabía decir nada más: «No esperes nada de nadie»… y me hacía sentir el chico más culpable y miserable de toda la colonia.
Fue por eso que comencé a mantener amistades en secreto, haciendo pasar a mis verdaderos amigos como simples compañeros de clase. A diferencia de los demás, era poco habitual organizar fiestas para divertirme con ellos o ser invitado a alguna de esas fiestas.
Y lo que mi madre menos podía tolerar era que tuviera amigas. «Esas son todavía peores, siempre van a ver la forma de sonsacarte el dinero o las tareas y después van a querer que te hagas responsable de sus hijos»… no entendía esa última parte porque lo que ellas mayormente tenían era hermanos, no hijos.
Mi madre y yo vivíamos solos y yo nunca conocí a mi padre... me hubiese gustado conocerlo, pero es que ahora ya me da lo mismo. Antes me lo imaginaba como un superhéroe como esos que aparecen en la tele, pero ahora las imágenes que hay en mi cabeza no pasan de un viejo tirado en el piso con una botella de cerveza a su lado.
Mientras me encontraba pensando en todas esas cosas sentado en uno de los escalones cercanos a mi aula, vi cómo una moneda de 10 pesos se le caía a una chica de ojos cafés, cabello negro y unos pechos y cadera que me llamaron mucho la atención. Cuando me preguntó que por qué me hallaba tan solo, brevemente le dije que mi madre no me permitía tener amigos porque eso no le gustaba. Solamente me preguntó si de verdad me importaba su opinión y le dije que sí porque, suponía, ella tenía más razón que yo y, presumiendo de una inteligencia que yo no alcanzaba, me dijo que en mi lugar no le importarían esas cosas. Me invitó a comprar un helado de esos que vendían en la primaria… y acepté sin darme cuenta.
Cuando regresé a casa, le dije a mi madre que todo había sido como siempre. No tuve el valor de contarle sobre mi nueva amiga, cuyo nombre hasta entonces desconocía. Eso sí, no había dejado de pensar en ella… en su voz, en la forma en la que llevaba las cosas, tan poco juvenil y sin embargo tan resuelta… Yo, que nunca quise pisar una sola iglesia en mi vida, decidí que casarme en la catedral de Notre Dame con ella era mi último objetivo, esa de la que me habían hablado tanto mis abuelos cuando aún vivían.
Al día siguiente quise preguntarle por su nombre, pero ella prefirió evadir el tema diciendo que era la misma cosa cómo la llamara, que podía decirle como quisiera. Entonces se me ocurrió llamarle Luz porque eso significaba para mí desde el primer minuto que la conocí, una luz en mi vida que me daba la oportunidad de hacer cosas que antes nunca hubiera hecho. Y ese día me ofreció que fuera con ella a su casa, que ya veríamos cómo nos arreglaríamos con nuestros padres.
En el camino, me iba imaginando su casa así bien señorial, así bien construida con un millón de habitaciones que se conectaban unas con las otras y un jardín con las rosas más perfumadas que uno pudiera imaginarse, todo esto basado en cómo se comportaba conmigo. Nada más lejos de la realidad. Descubrí que vivía con su madre en una pequeña casa que aparentemente no resistiría mucho tiempo.
Cuando llegamos Luz me presentó con su madre, quien me miraba como si ya nos hubiésemos conocido desde siempre.
-Pásale… Luz me habló tanto de ti -dijo al tiempo que me invitaba a tomar un vaso de agua, el cual acepté dándome cuenta de la limpieza de la casa a pesar de su humildad, y encima de que había acertado con el nombre de mi nueva amiga.
Estuvimos los tres conversando sobre cómo nos fue en la escuela, de la forma en que nos habíamos conocido, etc. En realidad, aún no teníamos demasiado sobre lo que charlar, pero al parecer la mamá de Luz lo agradecía, mientras abandonaba la casa rumbo a su trabajo como enfermera de una señora con una salud tan mala como las caricaturas de estos días, según lo que me enteré después, dejándonos solos a Luz y a mí en su casa.
Ahí fue cuando comenzó a relatarme cómo llegó a ese lugar, luego de que con mis ojos explorara la casa de arriba a abajo. Me explicó que hace algunos años, ella y su madre vivían gracias a que su padre les ayudaba con los gastos de la casa… y en realidad no hacía nada más. Se trataba de un hombre que solamente hacía lo mínimo necesario para ganarse la vida, trabajando de cualquier cosa disponible en ese momento. En una de esas, cansado de no obtener el éxito que buscaba, decidió adquirir un crédito a fin de invertirlo en alguna clase de negocio. Como no pudo encontrar algo razonable en lo que trabajar, simplemente se lo prestó a su hermano quien, a diferencia de él, gozaba de una buena solvencia económica gracias a que tenía muy buenas ventas en la franquicia en la que trabajaba.
Se supone que le iba a pagar con una clase de interés (yo todavía no entiendo muy bien esas cosas) a fin de que el papá de Luz así pudiera generar una ganancia. Pero después del segundo pago, el comerciante fue encontrado muerto en su casa, para luego enterarse de que ese centro comercial también funcionaba muy bien para vender drogas, por lo que el lugar fue desmantelado y el tío de Luz, asesinado. El padre de luz se sentía con un humor de los mil demonios y como ya no podía seguir pagando al banco, se encargó de vender la casa donde vivían, un lugar mucho mejor construido donde incluso les obraba el espacio.
Cuando le pregunté qué fue de la casa, me dijo que en ese tiempo había sido comprada por una joven que se encontraba embarazada, a unos cientos de metros de distancia de su primer hogar; ellas ya no tenían dónde vivir, así que simplemente volvieron a casa de su abuela (de luz, claro está) al menos hasta encontrar algo para arreglar todo ese desastre. No decidieron visitar aquella casa… tampoco es que tuvieran mucho para llevarse. Cuando me describió la casa, noté que era curiosamente parecida a la mía: que era grande, que tenía varios cuartos y escaleras de caracol… ¿acaso sería posible? «No creo», me decía a mí mismo.
Todo iba muy bien, hasta que la mamá de Luz regresó a esa casa que antes era suya. Mi amiga recordaba eso aunque todavía estaba muy chica. Dice que su abuelita le había dicho que ya no podía seguir estando con ellas, que lo único que hicieron con quedarse fue que empeorara su salud… y las corrió sin más. A la mamá de Luz no le importó que esa casa estuviera ocupada, porque cuando llegó con esa joven, que estaba más joven, la agarró de las greñas y claramente trató de defenderse diciendo «¡creí que éramos amigas!».
Esa vieja (perdón, la madre de mi amiga) se tranquilizó al tiempo que iba reconociendo a aquella joven. Desde hace mucho que no la veía, pero por alguna cosa ella supo quién era: se trataba de mi madre.
A partir de ese día nunca más volvieron a hablarse y mi madre fue olvidándose poco a poco de lo que era tener amigos. Casi no los buscaba, fue borrando sus números uno a uno y, lo más importante, a partir de ese entonces fue empeñándose en que yo no los tuviera tampoco.
—¡Eso no puede ser posible! —le dije a Luz—. ¿Y qué tal si hacemos algo para solucionarlo?
—Pues por mi parte aquí me tienes para lo que necesites —me dijo, y a partir de entonces fue que decidimos ser amigos, sin importar los problemas que mi mamá hubiera vivido. A lo mejor ya saben lo que sucedió después... sí, mi madre nos descubrió pasados unos días, y luego me persiguió por la casa con un cable de luz (no de mi amiga, sino uno de esos cables para la energía eléctrica), amenazándome con usarlo contra mí si no me alejaba de esa pinche mocosa, pero a mí me valió y le dije que no y que estaba loca por desquitarse con nosotros. Lo último que hizo fue castigarme por una semana sin ningún tipo de contacto exterior; nada de televisión, nada de usar su teléfono para llamar al 060 para decir que me estaba llevando el coco, ni nada que se le pareciera.
Así me la pasé los primeros dos días, incluso faltando a clases. La realidad era algo terrible para esos tiempos, puesto que mi mamá solamente se acercaba conmigo para darme de comer y apenas me dirigía la palabra. Lo único que hacía era abrir la puerta, arrimarme los frijoles y se iba a la chingada o a ver la novela, qué sé yo. Y yo me la pasaba imaginando cómo sería mi amistad con Luz, que estaríamos en la escuela jugando a la semana inglesa, y luego que todos nos harían burla por eso... La verdad es que a mí me gustaría que me hicieran carrilla, para agarrarme a guamazos con el que quisiera pasarse (más que con migo) con ella.
Sin embargo, luego de tres días encerrado, (tal vez porque mi madre ya se había hartado de estar con la maldita televisión y yo sin ver nada), mi madre decidió levantarme el castigo; no fue tan melosa como la típica madre mexicana o gringa o de cualquier otro país. Nada más me dijo:
—Bueno, como te has portado bien te levanto el castigo... haz lo que quieras, pero luego no vengas llorando a mí —me dijo, y volví a tener contacto con el mundo exterior.
Al día siguiente volví a clases, donde la profe me dijo que se había preocupado porque no había ido ni el lunes ni el martes a la escuela. Yo le dije que fuimos a Michoacán a visitar a mi abuela que estaba enferma, y la maestra se lo creyó. Y seguí haciendo mis trabajos hasta que vi a Luz en el recreo, igual que la primera vez. Después no supe cómo pasó, pero asegurándome de que no hubiera nadie, la besé en los labios tal y como cuando me tragaba las novelitas de mi madre, o de mi abuela, o de las dos al mismo tiempo. Y creo que eso le gustó, porque cuando terminamos me dijo que «ya somos novios».
Y si todo esto no fuera suficiente, fuimos haciendo más amigos conforme pasaba el tiempo. Sí, ella se enojaba conmigo cuando me ponía a chismear con algunas niñas sobre las cosas que hacíamos con los legos (luego vi que eso se llamaban «celos» cuando se lo pregunté a mi mamá), pero fuera de eso todo iba genial entre nuestra nueva pandilla.
La verdad no entiendo cómo es que los adultos se enojan y se dejan de hablar por cosas que no tienen nada que ver con sus amistades, pero bueno... mejor ya no seguir hablando de eso. Mi madre siguió igual de amargada tanto conmigo como con Luz y mis amigos, pero me valió; después de todo, ella es quien se ha perdido, aún después de todos estos años, el valor de tener amigos.
FIN
febrero de 2021