61. elcaballerolibra,
una lectura corta, pero bién entretenida
Una visita al rastro, con consecuencias imprevisibles
Era domingo por la mañana. Un domingo de sol radiante del mes de septiembre. Venía planificándolo desde hacía semanas.
Las vacaciones daban pronto fin y tendría que volver a intentar enseñar la asignatura de física a los adolescentes del Instituto Santa Gadea. Labor titánica,
agotadora y que año tras año se revelaba como más propia de guerreros o semidioses que de simples humanos.
La idea del paseo era bajar, desde Cascorro al ayuntamiento, ir a la Plaza del General Vara del Rey y seguir, bajando por la calle de Carlos Arniches,
hasta la plaza del Campillo, cruzar la parte estrecha de la calle Mira el Sol, y subir por la misma Ribera de Curtidores. Después, hacer un alto y comer
relajadamente en alguna de las muchas tabernas que hay en calle Toledo o en la propia Plaza Mayor.
El paseo lo inicié en Sol. Allí estuve contemplando la novedad. Dos conchas de galápago gigantes que dan salida al metro.
El fresco de la mañana aun se hacía sentir, así que el itinerario, Postas, Plaza Mayor y calle deToledo se hizo corto.
Cascorro, con el General Vara del Rey, nos traen a la memoria la esencia de la historia de España. Morir heroica e inutilmente por la ineptitud de nuestros
políticos, de cualquier color. Ahora, heroicamente también, y por la misma causa, sufrimos la continuidad de nuestra decadencia. Ya no vamos a cola de
Europa, en esta situación parece que incluso le hemos perdido la pista.
El panorama de la Ribera de Curtidores, desde la terraza del ayuntamiento, era majestuoso. El amplio paseo mostraba un conjunto multicolor de cabezas que
se movían en todas las direcciones. Eso, de circular por la derecha, no valía en este caso. Era más bien un movimiento Browniano el que seguían todas las
cabezas, negras, rubias, calvas y alguna que otra gorra de béisbol.
Desde hace muchos años, el paseo por El Rastro, es para mí una forma de reencuentro con el pasado. Aún recuerdo, como si fuera el momento presente, y de
hecho algunas veces me parece que lo tengo a mi lado, los paséos con mi padre por estos mismos lugares. Él me decía:
- El Rastro, cuando llevamos unos años sin venir, nos parece que ha cambiado, que ya no es como era, pero los que cambiamos somos nosotros,
por eso lo vemos cada vez de una manera diferente.
En aquellos paseos el tema de conversación preferido consistía en la identificación de todo lo que veíamos.
Mira esto, o aquello otro. Esto es el flotador de un carburador, aquello el rotor de una bomba de agua.
La electrónica nos ilusionaba.
- Mira una radio de la año 36, se reconoce por los condensadores variables. Mira allí el receptor de la derecha, es indudablemente el chasis
de una Philips, con un altavoz dinámico y válvulas de la serie roja.
Y esa afición me sigue, y mentalmente voy reconociendo, o al menos intentando buscar el origen de todo lo va pasando por mi vista.
El sol empezaba a calentar cuando entraba en la plaza del General Vara del Rey.
(Un recuerdo al General: Defendió con 550 hombres y sólo fusiles el puesto de El Caney, en la guerra de Cuba contra los americanos. Le atacaron más de
6000 hombres con artillería. Que allí quedaron. Herido de ambas piernas los americanos lo mataron a él y a los dos camilleros. Sus dos hijos, perecieron
con él. Nadie se ha ganado con más mérito la Laureada de San Fernando).
Ya iba a iniciar la bajada de la calle de Carlos Arniches cuando me quedé parado ante un puesto, bien montado, dedicado a relojería. Era un puesto ocasional,
no de los que habitualmente se instalan cada domingo. Probablemente de alguien que había comprado, por desahucio o fallecimiento del dueño, todo el contenido
de un local dedicado a relojería.
En estos puestos ocasionales se encuentran a veces buenas oportunidades. Debía ser una relojería de las antiguas, por que allí había varias herramientas
de reparación, un torno para hacer piezas minúsculas, una colección de taladros y limas reducidas y por supuesto relojes grandes, medianos y de pulsera.
Había también dos o tres equipos electrónicos, específicos para relojería.. Se notaba que el relojero había saltado la barrera y estaba también en la modernidad
de los relojes de cuarzo.
Entre relojes y cachivaches me llamó la atención una caja metálica, casi del tamaño de una caja de zapatos, propia para un montaje de circuitos, con varios
mandos y pulsadores. Se veía claro que era una espacie de radio montada por un aficionado.
- ¿Qué es esto? – inquirí
- Ni idea. Será algo para medir los relojes.
En la tapa había varias bombillitas y se encontraban leyendas puestas con rotulador sobre los mandos:
Verstärkerung
Abstimmug
Gehorsam
Mis conocimientos de alemán me explicaban los tres primeros rótulos:
Amplificación y Sintonía. Pero Gehorsam significa obediente u obediencia. Y eso me desconcertó.
Me lo vendían por 30 euros, que después de mirar a los ojos del vendedor se quedaron en 20, y como la caja y los pulsadores, ya cubrían ese valor, saqué
los dos billetes del bolsillo, (al metro ya voy siempre sin cartera) y recogía la caja.
- Tenga también esta bolsa, es donde venía la caja, parece que hay unas instrucciones. – Miré el interior de la bolsa y puse la caja dentro.
- ¿De donde proviene todo esto?
- De la relojería Krauss-Marciel, que estaba detrás de calle Carretas. Eran un alemán y un francés, relojeros los dos. Hace años que habían
muerto y los herederos andaban sin saber que hacer con el local, hasta que les han ofrecido una pasta para instalar una sucursal de Bankinter. Un anticuario
se llevó las mejores piezas y yo he comprado el resto. Aun hay cosas interesantes
Con las dos asas de la bolsa en la mano seguí mi paseo por la calle de Carlos Arniches hacia abajo. Entré en casa Curro y después de revolver ropas arriba
y abajo terminé comprándome un jersey de post-moda, pero de lana muy suave, que prometía calentarme el invierno que no tardaría en llegar.
Creo que ya no compré nada más. Al llegar de nuevo a Cascorro , entre la pendiente de la Ribera y el sol, ya empecé a notar los años y los pies.
No faltaba mucho para la Plaza Mayor, finalmente entré y me senté en Restaurante -Taberna San Bruno.
Me quedé mirando el nombre del restaurante: San Bruno. Un santo alemán, nació en Colonia, y fundador de los cartujos. No beben más que agua y no prueban
la carne. Verdaderamente, mirando a los comensales y viandas que me rodeaban no sé por qué habían elegido a ese santo, cuya imagen estaba en una hornacina
tras el mostrador. ¿Sería para imponer austeridad?. Para eso ya se bastan nuestros administradores públicos.
Una cerveza, a la que siguió otra, huevos estrellados y melón de postre. 18 €. En el regreso en metro me costaba mantener los ojos abiertos.
La bolsa con su contenido pasó a estar debajo de la mesa de la habitación dedicada a biblioteca, hasta disponer del tiempo para dedicarme a examinar el
cacharro que había comprado.
El puente del Pilar, abundante en lluvias, me dio la ocasión de explorar mi compra.
Efectivamente había un cuadernito, DIN A6, escrito en alemán con letra gótica. Con dificultad encontré algo conocido. Había referencias a los títulos que
estaban rotulados en el equipo, y en varios sitios había una gorra dibujada. Al sacar el equipo, para ponerlo sobre la mesa, en el fondo de la bolsa apareció
una gorra como la dibujada en el cuaderno. Un cable, de unos dos metros, servía para unir la gorra al equipo, con dos conectores en los extremos, en uno
de ellos se leía “Müntze”. También había algunas manchas de ácido. Como de haber estado allí una batería de plomo.
Mis conocimientos de alemán son muy de andar por casa, y de leer la letra gótica, nada. Pero me intrigué. En la papelería que hay cerca de casa me hicieron
unas fotocopian ampliadas a DIN A4. Al menos ahora se veía, si no mejor, al menos más grande.
Frölein Paula, que tanto sufrió para enseñarme el poco alemán que sé, se hubiese sentido orgullosa de mí. Tuve que pasarme por el Instituto Göthe y comprar
unos cuadernillos de escritura gótica a mano. No para aprender caligrafía, si no al menos para reconocer la letras.
Primero copié el texto en el ordenador pasándolo a caracteres latinos y después me puse a traducirlo. El tal Herr Krauss era enrevesado como él sólo. En
primer lugar allí no había ninguna referencia a relojes. Das Gehirnwillenzentrum, “Centro de la Voluntad del Cerebro”, fue la primera cosa que me sorprendió.
Y mi sorpresa y admiración fue en aumento según seguía comprendiendo lo que allí ponía.
En dispositivo, como ponía en uno de los títulos, era un “Manipulador colectivo de voluntades”.
Die Mütze, la gorra, era la interfaz de actuación. Mirando la gorra, efectivamente tenía el conector para el cable. Por lo que entendí el funcionamiento
era el siguiente:
Había que ponerse la gorra, con el cable conectado desde la gorra al aparato.
Al funcionar, de alguna forma, aquello nos leía el cerebro, y después, la visera proyectaba sobre las demás personas tu voluntad y las hacía obedecer.
De la caja salía un cable con una toma de batería, con un borne en que estaba rotulado “Conectar a 12 Voltios”. Dándole al botón de Sintonía y moviéndolo
despacio, en un momento determinado, el humano con la gorra en la cabeza tendría la visión con un fondo de colores. Se irían viendo los colores del arco
iris. Había que parase sobre el verde. En ese momento el aparato estaba ajustado a tu personalidad.
A continuación solo había que dar al conmutador de “Obediente”, y ajustar un control giratorio hasta que luciese la bombilla verde.
De esta forma, tu voluntad salía amplificada por la visera y obligaba a obedecer a todo el que estuviera delante.
¡Increíble! Parecía una broma.
Decidí investigar quienes habían sido los relojeros Krauss y Marciel. Me fui a la parte posterior de calle Carretas, allí están las calles de La Paz, Calle
del Correo (famosa por la bomba que pusieron en tiempos de Franco), la callecita de San Ricardo, y una galería comercial, en que una local si y otro no,
son relojerías. No me costó encontrar las obras de la sucursal de Bankinter. Pregunté en la relojería más próxima.
- Buenos días, mi nombre es José Andrade, ¿Podría alguien de Vds. informarme sobre la joyería Krauss-Marciel?
- Uff, - dijo el dependiente, - cuando yo llegué aquí ya habían cerrado. Mi tío seguro que sabe, él los conocía bien. ¡Tío!, puedes salir
un momento.
El tío era relojero-relojero. El ojo derecho tenía la marca, ya formando parte de su cara, de sujetar la lupa. El arqueo de su espalda daba señal de una
vida cambiando áncoras y ruedas catalinas.
- ¿Qué desea saber de Krauss y Marciel?
- Lo que Vd. quiera contarme. He comprado un equipo que perteneció al señor Karuss, probablemente construido por él, y necesitaría alguna
información sobre su persona, de cuando aun estaba activo aquí.
- Mire, son las 12.50, cierro a las 13:30 y hoy sábado no abrimos por la tarde. ¿Por qué no vuelve Vd. dentro de media hora, comemos aquí
al lado y le contaré lo que quiera. Eran geniales.
Y esta fue la historia que me contó Matías Garrido, el relojero que estuvo en el comercio de al lado hasta el fallecimiento de ambos:
- Peter Krauss había sido oficial durante la Segunda Guerra Mundial. Nunca lo dijo, pero, por Marciel, supo que le había pertenecido al denostado
batallón de las SS.
Durante la ocupación de Francia le tocó actuar contra los batallones de la resistencia. En cierta ocasión, entraron en una casa que suponían llena de partisanos,
pero al acudir ya se habían escapado.
Peter se quedó, después del frustrado asalto, solo, andando por la casa, buscando pruebas de la culpabilidad de los residentes, cuando, al entrar en una
habitación, se encontró ante el cañón de una pistola, apuntándole al pecho.
Ante si tenía un francés alto, de ojos azules, que sin mediar palabra lo desarmó y le hizo sentarse.
Krauss hablaba francés, y Marciel alemán. Por lo que parece estuvieron conversando un buen rato. Se despidieron y se dieron la mano. Marciel le devolvió
a Krauss su pistola y cada cual salió por un lado.
Con la incertidumbre del año 45, Herr Krauss desertó y emigró antes de acabar la guerra, a P araguay. Estuvo allí una serie de años hasta que las cosas
se calmaron en Europa. Como él nunca tuvo nada que ver con la actuación antijudía decidió volver.
Al estar tachado de traidor en su patria, eligió España para vivir. De su padre heredó el oficio de relojero, y de sus tiempos en las SS, conocimientos
muy especiales y algunos marcos alemanes. Con ambos bagajes instaló una relojería en Madrid. Serían los años 70.
Unos años después, yendo en el metro desde su casa, en el barrio de La Estrella, a Sol, en las apreturas mañaneras, se encontró, de frente, cara a cara
con los ojos azules de Marciel.
Como ya estaban apretados, cara con cara, solo tuvieron que extender los brazos para abrazarse. Fue una amistad que les duró hasta la muerte.
Marciel, había venido huyendo de Francia por causa de su matrimonio. La familia de su mujer, de origen corso andaba tras él.
Así como Krauss era introvertido, Marciel era la expresión y vitalidad en persona. Con un elegante castellano y su acento francés resultaba encantador.
La relojería vivió con ellos días brillantes. Fue la que dio fama al entorno. Otros relojeros vinieron a instalarse allí, entre ellos el propio Matías
Garrido. Marciel era amigo de todos, y creaba negocio para todos. Cuando un cliente solicitaba algo que sabía que lo tenía un compañero, allí lo mandaba
antes de ofrecerle otra cosa distinta.
Krauss, por su parte era un genio, sabía de todo. Y tenía la capacidad de convencernos a todos.
Recuerdo su imagen, con esa gorra de béisbol en la cabeza, cuando nos reunía en su despacho. Allí nos convenció de crear la Asociación de Relojeros, y
mientras él estuvo de presidente todo fue como una seda.
Cuando teníamos una inspección de hacienda, siempre tenía una conversación previa con el inspector, y no se que le contaba, pero años como aquellos no
hemos vuelto a vivir.
Al empezar los relojes electrónicos, aquellos con la esfera negra y los números rojos, supo ver que el porvenir iba por ahí. Organizó cursillos de reciclaje
para relojeros y él mismo daba algunas clases. Marciel, discretamente nos dijo que tenía, perdidas por la guerra, varias patentes de relojes electrónicos,
registradas en 1939.
En el año 98, Marciel, ya muy mayor, tuvo un ictus que le paralizó medio cuerpo, y falleció dos meses después.
Krauss, siguió viniendo a la relojería, pero no la abría más que a algunos amigos. Y finalmente murió hace unos cuatro años.
Krauss tenía dos hijos de una mujer alemana que conoció en Paraguay, pero cuando yo lo conocí ya estaba separado, y ellos vivían en Alemania. Conocí fugazmente
a uno de los hijos. Vino cuando murió su padre. Como no hablaba español poca relación tuvimos. Me dio la impresión de que sólo quería ver qué se podía
sacar del local.
Pagué con gusto la invitación de la comida al relojero Matías Garrido. La historia era interesante, pero más interesante aun era lo que me revelaba. De
los adelantos de Alemania en los tiempos del Nacional-Socialismo mucho se ha exagerado, pero también muchas cosas eran ciertas. ¿Y si las SS habían desarrollado
un dispositivo capaz de hacer obedecer?, o al menos lo habían concebido y Krauss lo había hecho realidad. Esta última opción parecía la más lógica ya que
el aparato tenía componentes integrados que sólo estuvieron disponibles a partir de los años 70.
Llegué a casa con la curiosidad de terminar de traducir el librito de instrucciones y ¿Porqué no? Probarlo.
Mi mujer me recibió con cajas destempladas por no haber avisado que iba a comer fuera. Desde pocos meses después del matrimonio me he preguntado la razón
de mi matrimonio con Ernestina. Al final encontré la respuesta. Mi madre es una mujer, seca y desabrida, de mal carácter como norma, e impertinente. Parece
ser, leí en cierta ocasión, que tendemos a casarnos con la mujer que nos recuerda a nuestra madre. Yo evidentemente acerté en la elección.
Por supuesto, suegra y nuera se llevaban, si no de los pelos, poco les faltaba.
Decidido a hacer la prueba. Adquirí una batería pequeña de 12 voltios (15€), y se la conecté al aparato, se encendió un piloto blanco. Me puse la gorra.
Al ponérmela noté como un parpadeo, pero nada extraño.
Comencé a girar el botón rotulado como “Abstimmug”, Sintonía. No había llegado a la mitad del recorrido cuando toda la visión se tiño rápidamente de colores
cambiantes, a girar el mando más despacio, poco a poco la habitación se fue poniendo rosa, luego roja, naranja, amarillo, verde. Ahí me detuve.
Estaba sudando. Hice una pausa. Aquello parecía funcionar, por lo menos en la primera fase. Según las instrucciones la máquina ya había identificado mis
ondas cerebrales. Ahora faltaba la segunda parte de la prueba.
Le dí al interruptor “Gehorsam”, obediente. No pasó nada. Comencé a girar el mando de “Verstärkerung” y al poco comenzó a lucir la bombilla verde. Las
instrucciones indicaban que en esa posición era la “Obediencia temporal”. La persona obedecería solamente mientras el aparato estuviese encendido. Después
se le pasaría el efecto.
Con el mando llevado a la derecha, se encendería la luz roja y la obediencia sería permanente.
La primera prueba que iba a hacer, sería por supuesto, limitada la “Obediencia temporal”
Me puse la gorra y encendí el aparato:
- Ernestina, ¿puedes venir un momento?
- ¿Qué haces ahí, con esa gorra tan fea?
- Te quería pedir que esta tarde fuéramos a visitar a mi madre, ¿Te parece bien?
- Ah, pues si tu quieres, iremos esta tarde.
- Y cuando volvamos –continué- como hace tiempo que no tenemos actividades, creo que deberíamos hacer el amor.
- Ah, pues… muy bien,… me depilaré.
Efectivamente la prueba había sido definitiva. ¡Aquello funcionaba de maravilla!
Ahora venía comprobar como se disipaba el efecto de la obediencia.
Desconecté el aparato. Y guardé todo cuidadosamente.
Mi mujer venía por el pasillo. Los tacones sonaban a paso militar.
- Verás José, te he dicho que sí, a la visita a tu madre, pero luego he caído en que esta tarde tengo reunión con Amelia y Lidia. No va a
poder ser. En cuanto a eso otro… Estarías de broma, ¿Verdad?
¡Genial!. Ya sólo quedaba hacer alguna prueba más y buscar aplicaciones.
Reconozco que hacer la prueba de llegar con el mando de “Amplificación”, hasta que luciera la luz roja, me daba cierto remordimiento de conciencia. Suponía
cambiar permanentemente el comportamiento de una persona. Tenía mis dudas sobre si eso era ético, o incluso delictivo.
Pero cuando pensé en los hermanos Bonilla se me pasaron todos los escrúpulos.
Los hermanos Bonilla tenían ya 20 y 21 años. Deberían haber terminado las enseñanzas de bachillerato desde hacía años. Pero un cierto parentesco con la
mujer del director del instituto los hacía intocables. Eran, no sólo un continuo mal ejemplo para los demás alumnos, sino también peligrosos. Altos y fornidos
imponían su ley. Cuando no estaban jugando a las cartas, sí, en clase, se ponían a fumar un porro. Los había echado de clase innumerables veces, y otras
tantas habían realizados desaguisados fuera del aula. Y de esos problemas, yo resultaba culpable.
Así, que para el lunes me preparé. Metí el equipo en su bolsa y entré en el aula antes de la hora. Me calé la gorra hasta los ojos y encendí el equipo.
Lo ajusté, le di al pulsador de “Obediente” y coloqué el amplificador de potencia en “Obediencia Temporal”.
Los alumnos fueron entrando, como de costumbre. Dando voces, dos discutiendo, tres parejas abrazadas y los hermanos Bonilla que se fueron a sus asientos
preferidos de la última fila, con ostentosa colocación de los pies sobre las sillas de delante.
- Buenos días:
Hoy vamos a dar la ecuación de los gases perfectos. Como es un tema difícil -(nadie me hacía caso, cada cual seguía “a su bola”)- DEBEN GUARDAR SILENCIO.
En aquel m omento me sentí feliz. La clase enmudeció. Ellos mismos estaban sorprendidos, se miraban con sorpresa unos a otros.
- Y ahora atiendan todos. Juan y Carlos Bonilla, siéntense correctamente.
Y empecé a contarles las Leyes de Van der Waals, de Boyle-Mariotte y Gay-Lusac.
Terminé con unos ejemplos del PV=nRT.
- Ahora por favor, márchense todos, excepto los hermanos Bonilla, que se sentarán aquí en primera fila.
Los alumnos estaban asombrados de sí mismos. Recogieron los apuntes que habían estado tomando durante la clase y salieron despacio.
Juan y Carlos se sentaron frente a mí. Cualquiera de los dos se bastaba para dejarme lisiado de por vida.
Giré el mando del aparato, que estaba a mis pies, dentro de la bolsa, hasta que vi lucir la luz roja. “Obediencia permanente”.
Le miraba a los ojo, pero más que eso, les estaba apuntando con la visera de mi gorra.
- Juan y Carlos, desde ahora y para siempre, dejaréis de fumar tabaco, marihuana o tomar cualquier otro tipo de droga, incluyendo al alcohol
en cualquiera de sus formas. Estaréis callados en clase, no os pelearéis jamás con los compañeros y estudiaréis cada día las lecciones. Podéis marcharos.
Al día siguiente me llamó el director.
- ¿Qué ha pasado en su clase de física de ayer?
Me han dicho que Vd. los tuvo callados durante toda la clase. Que ha hecho Vd. ¿Los ha amenazado con un arma? ¿Los está chantajeando con algo? Sabe que
no se puede amenazar a los alumnos.
- Sólo les expliqué la ecuación de los gases perfectos – le respondí- y estuvieron muy atentos. Debe ser que están madurando.
- Eso es imposible. Voy a llamar a los sobrinos de mi mujer a que me cuenten lo que ocurrió.
- Oiga Carlos, -preguntó el director- ¿Qué pasó ayer en clase de física?
- Nada que yo sepa. Don José nos explicó, y muy bien por cierto, yo casi lo entendí todo, la Ecuación de Estado de los gases Perfectos.
- ¿Y cómo que estuvieron todos en silencio?
- Al empezar la clase Don José nos pidió que nos calláramos
- Y si nunca hacen caso, ¿Por qué ayer si lo obedecieron?
- No sé, quizás lo pidió más en serio que otras veces. Cuando dijo silencio, yo me callé. Y no hay más.
- Don José se quedó a solas después de la clase con vosotros, ¿Qué os dijo?
- Que dejáramos de fumar porros y que estudiáramos. No pareció que debíamos hacerle caso y desde entonces estamos estudiando y nos sentimos
mejor.
El director se quedó, como viendo visiones, y cuando estuvimos solos me felicito.
- ¡Qué envidia José! Ya me gustaría a mí tener esa capacidad de convicción.. Le felicito.
Sólo tuve que llevar media docena de veces más el aparato al instituto. La luz roja solo la encendí el día que tuvo lugar el claustro de profesores. Mirella
y Herminia, las profesoras de filosofía y formación física, que formaban siempre el germen de la oposición, pasaron a opinar, desde ese día y para siempre,
como el bueno de López-Torres, el profesor de lengua española.
Arreglada mi vida en el instituto, ahora ya quedaba como punto siguiente el corregir mi situación familiar.
Ernestina me la tenía jurada desde que nos casamos. Siempre he creído que se casó conmigo para vengarse, no sé por qué razón, de los hombres.
Yo soy un hombre pacífico y la venganza, aun teniéndola a mano, no me ilusionaba. ¿Qué hacer?
Volvía a casa el jueves. Ya anochecía. Y lo vi detrás del mostrador. Nuestro carnicero. Afilaba el cuchillo de cortar los filetes de pechuga. Era un hombretón,
seguro que propenso a la apoplejía, que llevaba a los empleados derechos como velas. A primera hora del sábado, estaba él sólo en la carnicería, fui a
verle.
- Buenos días, Froilan.
- Buenos días, don José, ¿Qué quiere Vd.?
- Un momento que dejo la bolsa en el suelo. – Ajusté la luz roja a máximo brillo.-
Vd. conoce a mi mujer, ¿verdad?
- Sí, doña Ernestina, a veces viene por aquí. Más a protestar que a comprar.
- Froilan, debe usted enamorarse de Ernestina y casarse con ella.
- Sí, don José.
La escena con Ernestina fue muy parecida.
Hubo divorcio y boda.
¡Que feliz se ve ahora al matrimonio despachando filetes! Ella comparte mostrador con él, y se ha especializado en la casquería.
Yo me he quedado solo. “El buey solo bien se lame”. Pero estoy con un proyecto en ciernes. Algo relacionado con el Banco de Santander. Ya daré, próximamente,
más detalles.
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