El gallo doliente.
Ese gallo, que se había acostumbrado tanto a nuestra presencia. Era como un perrito fiel que caminaba hacia nosotros con paso confiado, buscando picotear con ferbor el maíz que generosamente le ofrecíamos. Su presencia se volvió tan familiar, tan arraigada en nuestra cotidianidad, que apenas podíamos imaginar un día sin escuchar su canto melodioso y presenciar su peculiar caminar.
Un día fatídico, la tragedia se abatió sobre aquel lugar lleno de armonía. La coneja, compañera inseparable del gallo, fue brutalmente arrebatada de su existencia. La violencia de su partida dejó al gallo sumido en un profundo sufrimiento. Su canto, una vez alegre y vibrante, se convirtió en un lamento desgarrador que resonaba en el aire, buscando desesperadamente a su amiga. Sin embargo, la cruda realidad se hizo presente: la coneja yacía en silencio bajo la tierra, descomponiéndose en la más absoluta soledad.
Mi abuela, como no quería matarlo ni verlo sufrir, lo vendió. El gallo, tan acostumbrado a nuestro cálido hogar, se vio arrojado a un nuevo lugar desconocido, donde las caras eran extrañas y las costumbres completamente diferentes. Se encontró en un gallinero ajeno, rodeado de gallinas alborotadas que parecían no entender su nobleza y distinción. ¿Cómo podría un ser tan elevado como él integrarse en un ambiente tan... gallináceo?
Las plumas del gallo, una vez impecables y lustrosas, se vieron sometidas a las travesuras de las traviesas gallinas vecinas. Ellas, con sus picoteos juguetones y su afán de diversión, lograron despojarlo de su antiguo esplendor.
Desdichado cantor, envuelto en el torvellino de acontecimientos trágicos que oscurecieron su existir.
Pero, oh desgracia suprema, el destino aún le tenía preparado un último acto de humillación.
alguien, sin consideración alguna, se convirtió en el responsable final de su indigna suerte. Lo decapitó sin piedad, con la intención de convertirlo en un almuercito, como tantos otros que se come para vivir.
El gallo, fue sometido pues a una transformación inaudita. Fue troceado, condenado ahora a apasiguar el hambre de los comensales. Su dermis, en un triste compás masticatorio, se desacía en las fauces de aquel que nisiquiera alzaba la mirada de su celular.
Claudio. Convertido en una mera sustancia para el consumo humano, fuiste privado de tu identidad, de tu voz y de tu dignidad. Tu sacrificio, tu agonía, fueron eclipsados por la indiferencia de quienes no supieron apreciar el valor intrínseco de tu ser. en ese abrazo implacable de la indiferencia y el olvido, tus ojos buscaban comprensión y empatía, pero solo encontraron una voracidad insensible que devoraba tu esencia sin contemplación.